
De vez en cuando regreso
bulliciosamente a mi lógica de niño y disfruto el juego de voltear
contenedores, el juego de encontrar los pasadizos que bajo las alambradas han
hecho los perros. Disfruto mezclar con cierto morbo lo que ya estaba ordenado,
abrir ventanas sacando uno que otro ladrillo al azar. Así, dejo que la luz
ingrese para revitalizar el espacio antes oscuro.
Ahora, sólo basta sentir lo indescriptible del asombro que ilumina el
rostro de la memoria. Aquí, en este espacio, la física parece encontrar en la
literatura su alma gemela. Más al fondo, la filosofía descubre que el arte le
es infiel y aun así intenta comprenderlo Allá, la imagen abraza al texto y
pretende hijos legítimos y fértiles en vez de amamantar esas ajenas y extrañas
quimeras que habitan las sombras. En lo alto, en los anaqueles ahora
iluminados, la música intenta alejarse de la madera y el bronce mientras sueña
con ceros y unos disfrazados de fusas.
Días
después del lúdico desastre, la lógica con la que trato de comprender el mundo
se sienta a la mesa con el quizás. Luego, alimenta las interrogantes con signos
de admiración a los que pueden doblarle la columna para que se les parezcan y sentirse
en familia.
Por
eso, siempre he pensado que la duda es una consecuencia cuando nos visita, pero
una causa cuando acudimos a ella. Este juego complejo y maravilloso es lo que
quisiera definir como problematización.
Extracto
de La fotografía inacabada. Definiciones
necesarias. Pág. 9 @Wilsonprada 2016
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